Entro en la escuela unos minutos antes de la hora acordada. Las secretarias me señalan la clase de mi hijo sin demasiado entusiasmo pero con una sonrisa en la boca. La puerta está abierta pero otra mamá está hablando con la profesora, quién al verme me dice un "enseguida acabamos." Al cabo de diez minutos, la profesora y la mamá se levantan de sus sillas y se dirigen sonrientes hacia la puerta que yo guardo con bravura. La mamá se despide y la profesora me mira, me saluda y me permite la entrada al recinto donde uno de mis hijos pasa gran parte del día, ese recinto que todos los padres esperamos que sea como un templo del saber, que infunda confianza, bienestar, seguridad y una entrada a la universidad a nuestros hijos. La susodicha clase no es para tanto, por supuesto, las sillas no son de medida adulta (aunque casi), y la profesora es una jovencita bienintencionada a la que debo respetar y valorar, puesto que ha conseguido el respeto y la valoración de mi hijo, que ahí es poco.
"¿alguna pregunta antes de empezar?"
Yo le respondo que no, que primero prefiero que ella me diga lo que piensa de mi hijo y yo ya comentaré después.
Y aquí empiezan los quince minutos sin menos puntos y comas que he escuchado en mi vida. La profesora respetada y valorada esgrime una serie de marcadores, tablas, gráficos y escritos para valorar a mi hijo según unas normas establecidas. Mire, esta es la media nacional, esta es la media de la escuela y su hijo se encuentra aquí, a nivel de lectura, y de matemáticas, y de...
Mientras yo intento encontrar el sentido a la primera gráfica, ella ya me enseña la segunda y la tercera. Compruebo casi sin pestañear que todo está muy bien argumentado, que estos números y estas estadísticas están muy bien valoradas por quien se precie de ser alguien en el ámbito educativo americano y que mi niño es un punto que va cambiando de situación dependiendo si se le está valorando en una u otra materia.
Al acabar la retahila de frases sin signos de puntuación, la maestra mira hacia la puerta, donde otra madre ya asoma la cabeza.
Mis preguntas sobre si mi hijo se comporta bien en el aula, si tiene amigos, si es obediente y hace los deberes asignados en la clase se responden con un escueto "si" para acabar con un "es un placer tener a su hijo en clase", mientras se levanta y me obliga a levantarme con la mirada para llevarme casi de la mano hacia la salida e intercambiar lugares con la otra madre.
Han sido unos de los quince minutos más rápidos de toda mi vida, donde el tiempo para procesar toda la información es corto y donde el turno de preguntas y respuestas ha quedado en el aire.
Llego a casa y observo detenidamente a mi hijo. Está leyendo un libro. Sé que lo quiero con locura y que todas las estadísticas que acaban de mostrarme no me sirven para nada a la hora de valorarlo. Lo beso y dejo que continúe en su mundo, mientras me dispongo a preparar la cena. Intentaré usar el slow mode para compensar.
A la semana siguiente, durante la conferencia profesor-padre de mi otro hijo, la sensación es de dejà vu.
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