Salgo al jardín. Un jardín americano con barbacoa, césped bien cuidado, sin valla material que nos separe del jardín del vecino. Pero hay algo que irremediablemente me recuerda a mi casa. Mi casa cuando la casa de mis padres era mi casa.
Cierro los ojos y huelo. Huelo ese olor inconfundible de los lilas que me transportan a mi niñez, a mis días corriendo y saltando por las calles de un pequeño pueblecito cerca de Barcelona.
Y recuerdo. Recuerdo el camino trazado cada día junto mi hermana de casa a la escuela y de la escuela a casa. A mitad del camino, un vecino tenía un minúsculo jardín de donde brotaban las flores de lilas en primavera. Las flores, desconocedoras de límites y prohibiciones, salían del jardín y nos saludaban desde la calle, para que pudiéramos olfatearlas, tocarlas y admirarlas. Todas las flores se parecen un poco a la rosa del "pequeño príncipe", de eso estoy segura.
Y ese olor y ese color de las flores tan cercanas me han quedado grabados para siempre en el corazón.
Aquí, tan lejos, me siento tan cerca de la casa de mis padres, de mi niñez, de esos colores y olores que me transportan a un tiempo donde las preocupaciones no existían, donde mis abuelos, mis padres y mi hermana eran mi mundo personal, donde las charlas con las amigas aún escaseaban y donde el caminar arriba y abajo de la calle era una monotonía necesaria para ir y venir de la escuela.
Una monotonía vestida de color violeta y del olor de unas flores que he reencontrado en Massachusetts.
Mis lilas.
Sus lilas.
Nuestras lilas.
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