Me encanta que mis hijos sean diferentes, dos individuos individuales que no individualistas, con sus gustos diferentes, su manera de pensar cada uno en sus cosas diametralmente opuestas, y sus salidas cada uno por su lado. Siempre les animo, de verdad de la buena, a que sean ellos mismos y no se dejen influir por los gustos de terceras personas en sus decisiones.
Me encanta que escojan actividades extraescolares diferentes, cada uno siguiendo sus gustos y maneras de pensar.
Pero dentro de esta ecuación perfecta en que los dos sean ellos mismos, obvié una variable de por si importante: yo misma.
Massachusetts es una vasta extensión de terreno con sus casas, casitas y mansiones, la mayoría con su jardín más o menos grande, su barbacoa y su cesta de básket delante del garage. Todos queremos nuestra casa con jardín, lo cual provoca que todos estemos obligados a tener un coche para que nos lleve a todas partes. Y cuando digo a todas, me refiero a todas. ¿A la farmacia? en coche. ¿Al cole? en coche. ¿Al trabajo? en coche. ¿En casa de amigos? en coche. Todo, todo, todo, requiere un utilitario para que nos transporte de un lado para otro.
¿Y en nuestra casa, quién es la persona-taxista que lleva a mis pequeñuelos a todas sus actividades extraescolares? Pues yo, claro está. No me quejo. Como iba diciendo, que los dos tengan su espacio y sus actividades preferidas, diferentes las unas de las otras, me encanta. Hacer juegos malabares de horarios de tarde es agotador pero muy gratificante, y cuando los veo contentos, me doy por satisfecha.
¡Pero con lo que yo no contaba era con actividades veraniegas diametralmente opuestas en tipología, tiempo y espacio! Me explico: siguiendo mis instrucciones, mi mayor decidió que quería ir a un summer camp (campamento de verano) tecnológico y mi menor a un summer camp (pues eso) deportivo. El mayor empezaba las clases a las 8 de la mañana y el menor a las 9 de la mañana. Hasta aquí perfecto. El mayor tenía la actividad a 20 minutos de casa y el menor a 45 minutos. Bueno, un poco lejos pero vale. Pero yo no contaba con una variable que ha resultado ser importantísima: ¡que en verano se aprovecha para arreglar todas y cada una de las carreteras, calles y callejuelas de Massachusetts! Con lo cual, los minutos de un lugar a otro se duplican y mis pocas ganas de conducir se tornan minúsculas y agobiantes. A las 7 de la mañana empiezo a gritar para que espabilen, desayunen, se laven los dientes, se vistan, empaqueten su comida y estén listos para la marcha. A las 7:15 estoy delante del volante apretando la bocina y vociferando para que apremien puesto que llegamos tarde. Empiezo a conducir y al cabo de pocos metros ya estamos parados en la carretera siguiendo decenas de coches también parados. Consigo llegar a las 8 al campamento del primero, saludo al encargado de recogerlo, mi mayor salta del coche y me voy rauda y veloz al otro campamento. Colas interminables por obras, un accidente, hora punta y mi GPS que me va mareando aunque reconozco que es útil (si, vale, lo reconozco). Llego a las 9 al campamento y me voy al trabajo. Colas, colas, tráfico lento, sol, la música "Despacito" cada 15 minutos y llego al trabajo acalorada, agobiada y sin gasolina. Me voy rauda a recoger al pequeño. Tardo una hora desde el trabajo a su campamento, siguiendo las directrices anteriores sobre el tránsito y las obras, benditas obras que se han puesto de acuerdo en hacerse todas a la vez obviando que hay gente en Massachusetts que aún trabaja (la mayoría por cierto). Llego al campamento y un cansado deportista me saluda sin muchas ganas y sudor en la frente y lo acompaño hasta casa. Un zumo, un gran bocadillo y a esperar un par de horas para ir a buscar al mayor. Llegada la hora, meto a mi peque en el coche y nos dirigimos a la búsqueda de mi retoño grande. Llego exhausta, digo la palabra código para que me lo entreguen (a veces la fallo pero me lo entregan igualmente) y mi hijo entra dentro del coche al lado de su hermano. Intento crear una aureola de buen humor que desaparece cuando el mayor me cuenta que para comer se ha zampado pizza, croquetas de pollo y patatas fritas y que no quiere ir a la piscina. Empiezo a gritar que deben comer sano y que como se atreven a no querer ir a darse un chapuzón con lo relajante y divertido que es. Viendo que estoy descontrolada, los dos deciden callar mientras yo voy gritándoles las bondades de la comida sana y el ejercicio. Ellos, que estoy totalmente convencida han desconectado de mis palabras ya en la primera frase, se mantienen callados (de hecho, el pequeño se ha quedado dormido y el mayor tiene la vista en el infinito), mientras yo voy parando y arrancando el coche al son de los policías que controlan el tráfico, de los semáforos o de la cantidad de coches que tengo delante. Y pongo la radio, donde vuelvo a escuchar por enésima vez "Despacito". Y llegamos a casa.
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