Me he enamorado, total y perdidamente, de la música country. Hace unos meses descubrí una cadena de radio, la 102.5 en la FM, dónde toda la música era country, y me he convertido en fan número uno, hasta el punto de que en casa sólo quiero escuchar música de este tipo, y mis amantísimos hijos y mi marido empiezan a estar hasta las narices de mis nuevos gustos musicales. Pero es que este tipo de música es totalmente espectacular para mis sentidos. Me encanta escuchar las canciones de Thomas Rhett, de Blake Shelton, de Kelsea Ballerini y de Keith Urban, contando amores y desamores, ya sean de parejas, de amigos o de amores no correspondidos. Normalmente cantado en primera persona, y contando una historia emotiva que me permite llorar mientras me imagino mentalmente lo que los cantantes van contando en la canción. Y la música que acompaña estos versos cargados de sentimiento es sencillamente espectacular. Tonadas lentas que van acelerando, que se te quedan en la mente incluso cuando han acabado de sonar.
Y cuando escucho una de estas canciones, metida en mi automóvil, no me importa la cola interminable de coches que tengo delante de mi y que me conducen, demasiado lentamente, hacia mi trabajo, mientras yo tarareo, cantando a duo (en mi caso gritando) con el cantante de country correspondiente. Al llegar, intento aparcar sin éxito el coche en el parking demasiado lleno y que me obliga a usar el parking adicional, situado demasiado lejos y en el exterior del edificio, normalmente cubierto de nieve. Pero como aún guardo la canción dentro de mi, aparco contenta y no me importa caminar pisando la nieve, mientras me dirijo contenta hacia la oficina, saludando con una sonrisa a quien se cruce en mi camino.
Clic.
La magia se desvanece cuando veo la cara de pocos amigos de mi jefe, indicándome que hoy, tampoco hoy, no recibiré el premio a la persona más puntual del año.
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