¡A la ducha! Grito a mis pequeños a pleno pulmón. Hora de ducha y acto seguido, cenar en familia.
Pero a mi frase imperativa no le sigue un movimiento de pasos que se dirigen al baño, tampoco escucho el sonido del agua de la ducha. Se escucha un silencio total.
¡A la ducha! Repito, por eso de que a veces aún creo que mis pequeños no han escuchado mis órdenes la primera vez. Paro la oreja. Durante un minuto. Y dos y también tres. Nada de nada, ninguna reacción a mi demanda.
Subo a su cuarto y les encuentro sentados mirando un video, o jugando los dos (caso raro) sin peleas, o leyendo cada uno por separado.
¿Pero que no me habéis escuchado? Venga, duchaos, que estoy acabando la cena.
Y de su interior, escucho un Fffffxxxxttttt que me estremece, seguido de un ¡No, mamá, hoy no!
Nos peleamos, y al cabo de diez minutos, cuando mi comida ya está quemada y el humo la delata, consigo ganar la batalla "in extremis", y mis dos hijos preadolescentes van con cara de enfado supremo de mama-nunca-te-perdonare-eres-muy-injusta, hacia la ducha.
Ya de vuelta a la cocina, intentando salvar los trozos de carne que no están totalmente negros, y poniendo agua a una sopa totalmente evaporada, advierto que la manía terrible al agua de mis hijos es quizás genética. Vamos a ver, analizando a sus padres, esa manía terrible al agua no les viene de parte de mi marido, puesto que, si de él dependiese, se pasaría el día sumergido en el mar, practicando submarinismo. No, el no querer contacto con el agua es más bien una característica mía, que me gusta ducharme en la ducha pero me aburre un montón la bañera, que no piso el agua en una piscina y sólo me mojo los pies en la playa.
Y entonces, llego a la sabia conclusión de que alguno de mis ancestros debía ser una gata, o un gato. Porqué de otra forma, no consigo encontrar ninguna otra explicación posible, a la tirria que tienen mis hijos a ducharse. Además, mi pelo es abundante, como el de los gatos, me lamo las heridas, aunque sea en sentido figurativo, y me he reinventado unas cuantas veces, y los gatos tienen siete vidas, o sea que aún me falta reinvención. Mis alaridos no son Miau, pero todo llegará, tiempo al tiempo.
Estoy tentada de contarles a mis hijos mi nueva teoría extraordinaria, pero me callo, mientras voy sacando las cenizas de la parte superior de la carne de cerdo que tenía en la sartén. Si les cuento, son capaces de inventarse el idioma de los gatos para hablar conmigo, y ya me cuesta que tengamos una conversación normal, como para andar ahora con nuevo vocabulario.
¡Faltaría más!¡Miau!
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