La primera vez que escuché la palabra honey (miel), sin que se hiciera referencia al producto proveniente de las abejas y objeto del deseo de los osos más golosos, fué en New York. En uno de mis viajes hace tiempo a una ciudad que me tiene enamorada, la chica que nos tomaba el pedido en un pequeño bar de Tribeca me dijo:
¿Y tú que és lo que quieres, honey?
¿Yo, miel?¿Miel de qué? Me encantó que alguien me comparara con un líquido dulce del color del oro viejo, pero no salí de mi asombro.
Ahora que ya hace tiempo que vivo en Massachusetts, estoy acostumbrada a escuchar que mis amistades y mis compañeras de trabajo se acercan a mi tratándome de miel. ¡Incluso yo digo miel a mis amistades o a mis compañeras de trabajo!
Atrás quedan mis palabras para mostrar afecto, tales como cariño (sentimiento), corazón (parte del cuerpo que simboliza toda la ternura), amor mío (explícitamente amor en mayúsculas), guapa (por dentro y por fuera). Cerca de Boston, al hablar con la persona a quién tengo delante en inglés, lo que me sale como muestra de afecto es el susodicho honey. Y mi alrededor es una fiesta de azúcar y calorías habladas de lo más reconfortante, aunque intento evitar los dulces y calorías reales a más no poder. Tengo una compañera de trabajo que me llama sweety (dulce), cada vez que irrumpo con mis pasos ajetreados a las oficinas. Y me encanta. Me encanta llamar a la gente con nombres dulces, incluso a los desconocidos, a los que a veces ayudo a encontrar el ascensor del edificio, o a los niños con los que intercambio un hola en los pasillos. Me gusta que me llamen honey porqué quieren darme a entender que soy una chica dulce. Mejor no pregunten en casa.
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